Llegamos hoy al domingo de Cristo Rey con el que culmina el ciclo del año litúrgico. No se trata de una repetición continua sino de una aproximación concreta y progresiva al misterio de Cristo, nuestro redentor, que siempre nos sorprende con su fuerza revestida de debilidad y su poder envuelto en misericordia, como hoy observamos al mirar a Jesús en el trono de la cruz. En la escena del Evangelio de Lucas, el pueblo mira des- concertado desde lejos. Las autoridades que lo han condenado murmuran entre sí, “a otros ha salvado, que se salve a sí mismo”, como si Jesús estuviera ahí por sí mismo. No entienden que aquel sufrimiento Cristo lo acepta por nosotros, por nuestra salvación. Es una lógica distinta a la nuestra, que solo se la entiende desde la fe y el amor a Él.
Más cercanos están los soldados, que mientras ofrecen vinagre para satisfacer la sed del reo, lo desafían burlonamente: “si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. La lógica parece aplastante, empieza por ayudarte a ti y podrás redimir a los demás. Pero el egoísmo es el pensamiento del maligno no del Hijo de Dios. Sí va a salvar a los demás, pero será a costa de entregarse Él. Pero la más dolorosa de las tentaciones le llega de otro crucificado: “si eres el Mesías, sálvate a ti y a nosotros”.
Como desafiándole: demuestra quién eres. Y ahora sí Jesús mostrará quién es, pero no lo hará a la manera de los hombres, sino a la manera de Dios: dándose del todo por nuestra salvación. Por fin interviene aquel que solemos llamar “el buen ladrón”, el que es consciente de su culpa y se sabe necesitado del Salvador. En esta última verdad que acepta el pecador arrepentido encuentra su salvación, la cual no se hace esperar, sino que tendrá lugar “hoy”. En el corazón de Cristo vivimos el presente de nuestra salvación y el futuro de nuestra vida unida por siempre a Cristo. Eso es el cielo que esperamos: la gozosa y eterna presencia de Dios. Esto no es solo una promesa que nos permite soportar dificultades del presente, es una fuerza que llena nuestra vida.
Con la expresión “Cristo es el Rey del Universo” expresamos la grandeza de Jesucristo, principio y fin de toda la creación, y -curiosamente-lo hacemos con esta trágica imagen del crucificado. Parece un contrasentido y en verdad lo es, para que solo por la fe podamos creer en él y solo por amor sintamos su perdón. La salvación es cierta, pero está envuelta en el misterio del dolor y la derrota para que se manifieste claramente que no es nuestra fuerza sino la suya; no es nuestro mérito sino el de Cristo el que nos redime. La Eucaristía que celebramos cada domingo es una gran fiesta preparada por un gran Señor, Jesucristo rey del universo. Su grandeza no se manifiesta por la fuerza, sino en el amor con el que extiende a todos la invitación al banquete de salvación. Al asistir a misa podemos decir que hoy ya estamos con Él.